- Acerca del amor debía usted tener una teoría grande-repuso burlonamente Lulú
- Pues no la tengo. He encontrado que en el amor como en la Medicina de hace ochenta años, hay dos procedimientos: la alopatía y la homeopatía.
- Explíquese usted claro, don Andrés-replicó ella con severidad.
- Me explicaré. La alopatía amorosa está basada en la neutralización. Los contrarios se curan con los contrarios. Por este principio, el hombre pequeño busca mujer grande; el rubio, mujer morena, y el moreno, rubia. Este procedimiento es el procedimiento de los tímidos, que desconfían de sí mismos...El otro procedimiento...
- Vamos a ver el otro procedimiento.
- El otro procedimiento es el homeopático. Los semejantes se curan con los semejantes. Éste es el sistema de los satisfechos de su físico. El moreno con la morena, el rubio con la rubia. De manera que, si mi teoría es cierta, servirá para conocer a la gente.
- ¿Si?
- Si; se ve un hombre gordo moreno y chato, al lado de una mujer gorda, morena y chata, pues es un hombre petulante y seguro de sí mismo; pero si el hombre gordo, moreno y chato tiene una mujer flaca, rubia y nariguda, es que no tiene confianza en su tipo ni en la forma de su nariz.
- De manera que yo, que soy morena y algo chata...
- No; usted no es chata.
- ¿Algo tampoco?
- No.
- Muchas gracias, don Andrés. Pues bien: yo que soy morena, y creo que algo chata, aunque usted diga que no, si fuera petulante, me gustaría ese mozo de la peluquería de la esquina, que es más moreno y más chato que yo, y si fuera completamente humilde, me gustaría el farmacéutico, que tiene unas buenas napias.
- Usted no es un caso normal.
- ¿No?
- No:
- ¿ Pues qué soy?
- Un caso de estudio
- Yo seré un caso de estudio; pero nadie me quiere estudiar:
- ¿ Quiere usted que la estudie yo, Lulú?
Ella contempló durante un momento a Andrés con una mirada enigmática, y luego se echó a reír:
–Y usted, don Andrés, que es un sabio, que ha encontrado esas teorías sobre el amor, ¿qué es eso del amor?
–¿El amor?
–Sí.
–Pues el amor, y le voy a parecer a usted un pedante, es la confluencia del instinto fetichista y del instinto sexual.
–No comprendo.
–Ahora viene la explicación. El instinto sexual empuja el hombre a la mujer y la mujer al hombre, indistintamente; pero el hombre que tiene un poder de fantasear, dice: esa mujer, y la mujer dice: ese hombre. Aquí empieza el instinto fetichista; sobre el cuerpo de la persona elegida porque sí, se forja otro más hermoso y se le adorna y se le embellece, y se convence uno de que el ídolo forjado por la imaginación es la misma verdad. Un hombre que ama a una mujer la ve en su interior deformada, y la mujer que quiere al hombre le pasa lo mismo, lo deforma. A través de una nube brillante y falsa, se ven los amantes el uno al otro, y en la oscuridad ríe el antiguo diablo, que no es más que la especie.
–¡La especie! ¿Y qué tiene que ver ahí la especie?
–El instinto de la especie es la voluntad de tener hijos, de tener descendencia. La principal idea de la mujer es el hijo. La mujer instintivamente quiere primero el hijo; pero la naturaleza necesita vestir este deseo con otra forma más poética, más sugestiva, y crea esas mentiras, esos velos que constituyen el amor.
–¿De manera que el amor en el fondo es un engaño?
–Sí; es un engaño como la misma vida; por eso alguno ha dicho, con razón: una mujer es tan buena como otra y a veces más; lo mismo se puede decir del hombre: un hombre es tan bueno como otro y a veces más.
–Eso será para la persona que no quiere.
–Claro, para el que no está ilusionado, engañado... Por eso sucede que los matrimonios de amor producen más dolores y desilusiones que los de conveniencia.
–¿De verdad cree usted eso?
–Sí.
–¿Y a usted qué le parece que vale más, engañarse y sufrir o no engañarse nunca?
–No sé. Es difícil saberlo. Creo que no puede haber una regla general.
Estas conversaciones les entretenían.
Una mañana, Andrés se encontró en la tienda con un militar joven hablando con Lulú. Durante varios días lo siguió viendo. No quiso preguntar quién era, y sólo cuando lo dejó de ver se enteró de que era primo de Lulú.
En este tiempo Andrés empezó a creer que Lulú estaba displicente con él. Quizá pensaba en el militar. Andrés quiso perder la costumbre de ir a la tienda de confecciones, pero no pudo. Era el único sitio agradable donde se encontraba bien...
Un día de otoño por la mañana fue a pasear por la Moncloa. Sentía esa melancolía, un poco ridícula, del solterón. Un vago sentimentalismo anegaba su espíritu al contemplar el campo, el cielo puro y sin nubes, el Guadarrama azul como una turquesa.
Pensó en Lulú y decidió ir a verla. Era su única amiga. Volvió hacia Madrid, hasta la calle del Pez, y entró en la tiendecita.
Estaba Lulú sola, limpiando con el plumero los armarios. Andrés se sentó en su sitio.
–Está usted muy bien hoy, muy guapa –dijo de pronto Andrés.
–¿Qué hierba ha pisado usted, don Andrés, para estar tan amable?
-Verdad. Está usted muy bien. Desde que está usted aquí se va usted humanizando. Antes tenía usted una expresión muy satírica, muy burlona, pero ahora no; se le va poniendo a usted una cara más dulce. Yo creo que de tratar así con las madres que vienen a comprar gorritos para sus hijos se le va poniendo a usted una cara maternal.
-Y, ya ve usted, es triste hacer siempre gorritos para los hijos de los demás.
-¿Qué querría usted más, que fueran para sus hijos?
-Si pudiera ser, ¿por qué no? Pero yo no tendré hijos nunca. ¿Quién me va a querer a mí?
-El farmacéutico del café, el teniente.... puede usted echárselas de modesta, y anda usted haciendo conquistas...
-¿Yo?
Lulú siguió limpiando los estantes con el plumero. -¿Me tiene usted odio, Lulú? -dijo Hurtado.
-Sí, porque me dice usted tonterías.
-Déme usted la mano.
-¿La mano?
-Sí.
-Ahora siéntese usted a mi lado.
-¿A su lado de usted?
-Sí.
-Ahora míreme usted a los ojos. Lealmente.
-Ya le miro a los ojos. ¿Hay más que hacer?
-¿Usted cree que no la quiero a usted, Lulú?
-Sí.... un poco..., ve usted que no soy una mala muchacha... ; pero nada más.
-¿Y si hubiera algo más? Si yo la quisiera a usted con cariño, con amor, ¿qué me contestaría usted?
-No; no es verdad. Usted no me quiere. No me diga usted eso.
-Sí, sí; es verdad -y acercando la cabeza de Lulú a él, la besó en la boca.
Lulú enrojeció violentamente, luego palideció y se tapó la cara con las manos.
-Lulú, Lulú --dijo Andrés- ¿Es que la he ofendido a usted?
Lulú se levantó y paseó un momento por la tienda, sonriendo.
-Ve usted, Andrés; esa locura, ese engaño que dice usted que es el amor, lo he sentido yo por usted desde que le vi.
-¿De verdad?
-Sí, de verdad.
-¿Y yo ciego?
-Sí; ciego, completamente ciego.
Andrés tomó la mano de Lulú entre las suyas y la llevó a sus labios. Hablaron los dos largos rato, hasta que se oyó la voz de doña Leonarda.
-Me voy -dijo Andrés, levantándose.
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